viernes, 4 de abril de 2014
Autodestrucción III
Siempre llevaba
pintados los labios de rojo y un cigarrillo en la mano derecha, pese a que era
zurda. Se sentaba cada noche en la esquina de la barra del mismo bar. Tarareaba
las canciones que sonaban e imaginaba que formaba parte de las conversaciones que
la envolvían. A veces, se sentía prisionera de miradas ajenas cargadas de
deseo. Coqueteaba a base de sonrisas y dar sorbos al ron que había conquistado
su copa.
Sabía que la
belleza no era lo que destacaba en ella, por eso potenciaba su oscuridad. Le gustaba
jugar de cama en cama y no era raro que, tras cada batalla, saliera con alguna
herida. Alguna fue tan profunda que siguió goteando hasta el final. Quizá fue
lo que la desangró. Tampoco era extraño que sus manos acabaran teñidas de esta
sangre cuando la madrugada le acariciaba despierta y sola. Entonces, ella se
encargaba de lamer esa sangre hasta que el corazón se le paraba unos segundos y
gritaba presa del orgasmo.
Siguió yendo a
aquel bar. Nunca creyó en los cuentos de hadas y le aburrían los príncipes
azules, pero eso no le impedía esperar cada noche que alguien le cogiera la
mano y la llevara lejos de allí. Solo consiguió llegar a camas que la seguían
rechazando la mañana siguiente. Hubo un día en el que el camarero con el que
tantas veces había cerrado el bar la empezó a echar de menos, aunque otras
ocuparan su asiento y se dejaran el carmín sangriento en las mismas copas que
ella.
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